El modo en que cada tribu, nación o imperio se equivoca, se pierde y decepciona a sus individuos es distinto. De acuerdo. Pero también muy parecido. En el fondo, todos somos el mismo mono presumido y con aspiraciones. Somos mejores de uno en uno que juntos. Juntos somos más básicos, más animales. Y eso es algo que, en el fondo, nuestro inconsciente colectivo sabe y odia saber. Misterioso conflicto interno que pagamos todos.

Cada cual a su modo, en función de su química interna y el zeitgeist del momento, no obstante, obviamente. Al grupo no le gusta el individuo. Pero lo admira. Por lo mismo, el individuo, siempre que tiene ocasión, se burla de la tribu, de la nación y del imperio. De hecho, es su obligación como individuo que se considera único. Cada vez está más claro que de la reproducción de la especie tendrá que acabar encargándose el estado. En fin, que seguramente sería más inteligente guerrear menos, parece obvio.

Si fuéramos más inteligentes, guerrearíamos menos, se supone. La cuestión es que el instinto de agresión sigue ahí. Pretender no verlo es ingenuo: somos belicosos, somos competitivos. El acoso empieza en el jardín de infancia. O en el nido. Es prelingüístico. Si lo que se pretende es eliminarlo, cuanto antes se le pongan límites, mejor. Pero ni aun así. ¿Seres humanos no competitivos? ¿Seres humanos sin ego? ¿Te lo imaginas, Lutxo?

Kant se imaginó un mundo en paz. Sería prácticamente lo mismo. Kant era un optimista. Vivió en la Ilustración: tenía fe en la especie. Qué tiempos. Yo creo que hemos perdido esa fe. Y también creo que va a ser muy difícil que se produzcan, en adelante, las condiciones adecuadas para recuperarla. Pero bueno, Lutxo, viejo gnomo, eso nunca se sabe, claro. No hay que perder la esperanza. ¿Quién ha dicho que haya que perder la esperanza? Nadie. Eso no lo ha dicho nunca nadie, creo yo. La esperanza es lo último que se pierde. Aunque merma.