Hola personas, ¿cómo va la vida?, pregunta retórica, me consta que vivís mejor que un cura con dos parroquias.

Esta semana mi paseo va a ser descansado y sin embargo nos vamos a mover entre puntos bien distantes, voy a pasear sentado frente al ordenador y viendo la Pamplona que alguien vio y que con tanto arte supo transmitirla, parando el tiempo en el celuloide, para que generaciones posteriores conozcamos lo que fue y, en la mayoría de los escenarios, ya no es. Como ya habréis adivinado me estoy refiriendo a la labor de un fotógrafo y en esta ocasión a uno de los grandes, un Artista con mayúscula, hablo de D. Nicolás Ardanaz Piqué, nacido en Pamplona el 17 de mayo de 1910 y fallecido en la misma ciudad que le vio nacer el 17 de noviembre de 1982.

No hace falta ser aficionado al arte de Daguerre para conocer a este gran cazador de imágenes. Droguero de profesión, pasó toda su vida laboral en el establecimiento familiar que abriera su abuelo en el número 2 de la calle Mayor en la segunda década del siglo XX, establecimiento que aún sigue abierto y que conserva el mismo aspecto de siempre.

Ardanaz supo alternar su trabajo cara al público, entre jabones, disolventes, musgo, corcho y figuritas de belén, con las dos pasiones a las que dedica cada minuto de su tiempo libre: la montaña y la fotografía. No hay excursión que no sea debidamente inmortalizada por su cámara. Nunca le dio pereza cargar con su equipo de 6x6 monte arriba para luego poder bajar con esas imágenes que reflejan a la perfección la rica naturaleza navarra. En muchas de ellas él aparece auto fotografiado, fue el precursor del selfie, su figura llenó muchos paisajes y dejó constancia, de alguna manera, de su espíritu solitario, de que la montaña y la fotografía eran las únicas compañías que necesitaba para ser feliz.

Dentro de su obra encontramos muchos ardanaces, desde el montañero que buscaba ese encuadre trabajado con el árbol en primer plano, la vaca en segundo término, la borda en tercero, la majestuosa montaña detrás y completando el cuadro ese cielo trabajado con una correcta utilización de filtros que le permiten realzar esas nubes que, blancas sobre cielo oscuro, rematan la escena; o ese incansable paseante por este o aquel pueblo en el que no miraba el reloj para poder traerse en su cámara la mejor luz en un rincón o la figura de aquel pastor que al atardecer irrumpe en las calles del lugar con su rebaño; o el pamplonés sanferminero que no perdonaba un momento, un instante, una celebración, una carrera ante los kilikis, este era uno de sus temas favoritos, o la solemnidad de la procesión al pasar por las calles de lo viejo; o el pictorialista que preparaba un bodegón iluminándolo con el mayor de los academicismos, reminiscencias de sus años de preparación para la pintura bajo las enseñanzas del gran pintor Javier Ciga; o el fotógrafo que recreaba escenas infantiles o costumbristas.

De Ardanaz se ha dicho siempre que era fotógrafo que preparaba mucho la imagen, que pecaba de falta de espontaneidad y en muchas de ellas es cierto, muchas de sus fotos están teatralizadas, si se me permite el término, pero el resultado siempre era bueno.

Llevo varios días revolviendo en el fondo que de su obra guarda a nuestra disposición el Museo de Navarra y estoy descubriendo a un Ardanaz diferente al que llevo conociendo de siempre a través de las publicaciones o las exposiciones de su obra, en donde siempre se han visto esas famosas fotos suyas como son, por ejemplo, la del Cabezudo paseando por la calle Nueva con tres niñas que lleva de la mano, o la del hojalatero que está rodeado de niños que miran, curiosones, su quehacer, o la de la anciana dando de comer a media docena de gatos en su cocina.

Sentado frente al ordenador del Museo paseé por la Pamplona pequeña, recogida, familiar de los años 40 y 50, esa capital de tercer orden, que diría Ángel Mª Pascual, que aún conservaba todo ese sabor predesarrollista que enseguida perdió. En mi paseo me crucé con un montón de carros tirados por caballerías que lo mismo circulaban por una plaza del Castillo sepultada bajo una gran nevada, que por el camino de Errotazar, con el skyline pamplonés al fondo en el que se recortan inconfundibles las torres de la Catedral o de San Cernin. De la mano de Ardanaz paseé por una Pamplona que tenía arte en lo cotidiano, porque él lo sabía hacer, y encontré arte en la imagen de un empleado de su droguería empujando un carro en un fuerte contraluz por la calle Santo Domingo; y saludé al barrendero que componía un cuadro pasando la escoba por el porche de San Nicolás; y jugué al gua con unos perillanes en la Taconera; y subí la cuesta del portal de Francia junto a una procesión de niños mecosos a los que guiaba y controlaba únicamente una sor de aquellas de toca de ala ancha; y me senté en un banco de la Taconera rodeado de otoñales hojas caídas, con un fondo en el que un misterioso convento de las agustinas recoletas emerge de entre la niebla; y paseé por una nueva avenida de Carlos III en la que el taxi NA 4707 luce el letrero de libre esperando quien sabe a quién para llevarlo quien sabe a dónde; y de nuevo me crucé con un carro con su caballería, parado frente a San Lorenzo, el carro es de lujo , es cubierto y en su interior el carretero lee el periódico; y me lleva Nicolás a la plaza del Castillo donde dos elegantes jóvenes también leen uno de aquellos periódicos sabanoides en marcados por el porche de Casa Archanco; y de ahí tomé el pasadizo de la Jacoba para llegar a la Plaza del Consejo donde una imagen me muestra la cotidianeidad de una mañana cualquiera en la que las etxekoandres van a sus mandados, la fuente de Neptuno chico mana agua por sus caños y el palacio de Guendulain tiene las puertas abiertas de par en par como estaban cuando nos acercábamos, curiosos, a fisgar la carroza dieciochesca; muy cerca acompañé a Mary Toca con su tamboril y dos gaiteros que animaban la mañana; saludé a dos señoras que cuchicheaban a la puerta del Arcedianato quedando sus elegantes catalpas en primer plano; y paré un buen rato a admirar cómo un fotógrafo minutero inmortalizaba a una cuadrilla que capote y muleta en mano realizaban a un toro de cartón la faena soñada.

Y vi más, y conocí más y recordé más. Y las imágenes me dijeron que no sería malo que alguien, el propio museo quizá, las saqué a pasear y no queden solo en el archivo, sino que las pasen a una cuidada edición de manera que no solo los que nos acercamos por allí las veamos sino, que pueda ser un mayor número de pamploneses quienes disfruten de ellas.

Ardanaz, ellas y nosotros nos lo merecemos. Besos pa tos.